lunes, 30 de enero de 2012

Costo-Beneficio



Desde hace aproximadamente dos semanas me he estado entrenando en el misterioso arte de no gastarme la plata en tonterías. Puedo decir con orgullo (¿?) que mi experimento ha dado un resultado más que aceptable. Todo ello reflejado en el saldo de mi cuenta de ahorros. Punto. Hasta hoy, el ser y el tener para mí no habían podido andar por la misma senda, y qué decir del hacer. ¿Hacer? ¿Qué rayos es eso? Últimamente, sin embargo, y debido a esas decisiones que uno debe tomar en la vida o caer al barranco sin remedio, me he hallado en la obligación de disponer de menos y necesitar aún en menor cantidad, lo que, paradójicamente,  me ha hecho menos pobre. En consecuencia, he podido hacer varias vueltas sin necesidad de gastarme un solo centavo, aunque sí las suelas de mis zapatos caros, algo de lo que algún día me arrepentiré, seguro; aunque no será hoy.

Me he dado cuenta de que reducir las necesidades definitivamente le disminuye los costos a uno. No obstante la pérdida de libertades que ésto conlleva. Ahora puedo decir con soltura que me doy el lujo de caminar por los centros comerciales codiciando lo que sé de sobra que no puedo comprar. Antes siempre había un pretexto para tener: el creer que me lo merezco, que me lo he ganado, o que definitivamente el mundo me lo debe. Pues bien, hoy estoy consciente de que nada de lo que me decía en el pasado para mimarme con materialidades es aplicable al momento presente, y por tanto, no existe pretexto alguno para comprar. Solucionado el problema. Conclusión. Vuélvete inútil y nada te hará falta.
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domingo, 29 de enero de 2012

Ruido mental


Este día he conseguido pensar en demasiadas cosas a través de los sentidos. Todos ellos han sido perturbados el día de hoy, por la compañía, especialmente, de la más esperada de mis familiares, quien ni siquiera se da cuenta de que lo es o –lo que es mejor- no le importa.

Se me pone cuesta arriba pensar en medio de tanta algarabía. La bullaranga es para los débiles, ya lo dijo el sabio, pero acostumbrarse al silencio para ejercer la libertad de pensamiento se ha convertido para mí en un mal negocio. Extraño esos días silenciosos de mi mente en donde podía maquinar con claridad mi plan para liberar al mundo de la opresión en medio de un bus cargado de reguetón y barullo propiciado por el subempleado de turno, de alguna multinacional peruana distribuidora de remedios con registro sanitario “aún en trámite” y todo a un dólar. O a cincuenta centavos. Esperen. Ha pasado tanto tiempo desde entonces y la inflación ha hecho tan pocos estragos que me es difícil calcular el tiempo por la medida de los precios. Las cosas han cambiado desde entonces. La gente tiene más gobiernos a quién culpar de su desgracia personal, y yo me encargo de preocuparme de la mía, ya no pensando – o deseando, si ese término cabe- que otro me solucionará la vida, con todo y sus errores, sus aciertos, las persecuciones que sufre y el poco tiempo que le queda para pensar luego de tener que defenderse de sus atacantes 5 de las 8 horas laborables sin horas extras que contar en el ejercicio de su poder.
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