domingo, 30 de septiembre de 2012

Depeche Mode o mi pacto unilateral contra la promiscuidad musical


Strangelove...


Con Depeche Mode y la música me sucede igual que con el amor. Alguna vez tuve la suerte de conocer a alguien tan, pero tan extraordinario que, después de él, ninguno pareció dar la talla. Hubo otros, a mi despecho no muchos, que a pesar de sus cualidades, nunca pudieron superar el examen comparativo con el personaje en cuestión. Lo mismo me pasa con DM; toda vez que descubro otra banda, debo forzosamente contrastarla con ellos, y no se puede, los estándares son demasiado altos como para pasar la prueba. Salvo las otras dos bandas que se ubican en mi Olimpo musical particular –The Cure y Tool–, ningún músico moderno se ha salvado de esta odiosa comparación.

La agrupación original (1980-1981) : Martin Gore,
Andrew Fletcher, Dave Gahan y Vince Clarke (Erasure)

Deduzco entonces que DM se ha convertido en una especie de seguro contra la melomanía, uno no muy grato, por cierto. A veces me lamento por haberlos conocido tan joven, y con ello haberme negado al placer de apreciar a otras bandas como se merecen. Lo admito, muchas, muchísimas son excelentes, me atrevería a decir que quizás más virtuosas pero –al igual que en el amor– mi pasión por ellas, pese a ser muy intensa y en ocasiones rayana en la obsesión, se esfuma pronto, mucho más de lo que desearía. Al final, siempre regreso a ellos. El amor verdadero existe, el mío –dejando a un lado a quien de ahora en adelante denominaremos el Señor X– se llama Depeche Mode.

A la salida de Vince Clarke en 1981, lo reemplaza Alan Wilder hasta 1995 (derecha)

Recuerdo con claridad la noche en que los conocí. No me pregunten por qué, pero estaba embarcada en el automóvil de mis primos –mucho mayores que yo– rumbo a un barrio de clase alta al que jamás he vuelto. Un portón ancho de metal nos abrió camino a una urbanización repleta de casas lujosas, edificadas sobre colinas, artificiales quizás. Mis primos debían encontrarse con sus amigos, que demoraban en salir; para amenizar la espera y no aburrir a sus pequeñas acompañantes –mi hermana, otra prima y yo– mi primo decidió que escucharíamos lo que, casi quince años después, adquirí a manera de CD original como los Singles 81-85 de la banda. Mágicamente, la casetera sonó al inicio de la más hermosa canción jamás escrita, musicalizada e interpretada; una especie de gemidos armónicos, sostenidos, daban paso a una clase diferente de sonido, que yo llamé robótico, pero que más adelante supe que debía llamársele, con corrección y respeto, electrónico. Una masculina y profunda voz, bien educada, sofisticada y sensual,  acabó sellando mi pacto de por vida con Depeche Mode. A ésta le sucedieron en orden otras, no menos bellas, no menos poderosas, nunca menos virtuosas. Atrás quedaron los días de Flans, Mecano y Hombres G. Había tomado la píldora roja; desde entonces, nada volvería a ser igual para mí. Tenía siete años.

Shake the Disease (1985) : La píldora roja

Resulta curioso que un acontecimiento aparentemente trivial se convierta en el que decida tu destino y forma de ver el mundo. Pasé de ser la potencial consumidora de productos para las masas, a escuchar Music for the Masses a una edad en la que las niñas debían preocuparse por aprender a bailar la coreografía de Me enamorado de un fan. No puedo mentir ni negarles que en todo este tiempo resbalé. Pero les aseguro que, de Joe de los New Kids son the Block, sólo me gustaba su físico ¡ja!; con Depeche Mode se trataba de algo más profundo, algo que sobrepasaba la barrera de lo estético. Es la admiración por la búsqueda de la perfección lo que me ha motivado siempre ha volver a ellos. La sofisticación, ese exquisito equilibrio rara vez visto en el arte contemporáneo, quizás en casos como el de Kubrick o Borges, en donde la popularidad va de la mano con la excelencia. Siempre me ha fascinado el hecho de que DM fuera un grupo tan comercial y  fiel a sí mismo al mismo tiempo, que no haya tenido la necesidad de recluirse en ninguna clase de círculo underground para ser considerada una banda de culto, devoción y adoración para sus admiradores. Si al Señor X –fanático a muerte de Tool– le sorprendía que alguien pudiera considerar a Depeche Mode como su banda favorita, a mí siempre me llamó la atención que esto no fuera así para un gran porcentaje de la humanidad.

DM en la actualidad: Martin Gore, Dave Gahan, Andy Fletcher

Han pasado veinticinco años desde el flechazo, he caminado junto a ellos en todas sus producciones discográficas y he sido testigo de su evolución: new wave, pop electrónico ochenteno, coqueteos con cuerdas y distorsiones grunge, hasta su regreso a las raíces revestido de madurez. Me importa poco esperar cuatro años para el lanzamiento de cada nuevo álbum. Estoy totalmente segura de que nunca me decepcionarán. A veces veo con sana envidia como mis amigos melómanos se entusiasman cada vez y cuando con bandas novedosas, sonidos eclécticos, colecciones enteras de música que quizás no les alcance la vida para escuchar. Créanme que lo he intentado. He procurado ilusionarme con uno y otro grupo musical que escucho por ahí y por allá, para ver si de una vez logro exorcizarme del pasado, pero algo falta. No puedo encontrar en ellos una suerte de alma que pueda vibrar con la mía como sucedió con Depeche Mode, allá por 1987. Me es imposible recrear la sensación, menos aún superarla. Lo mismo me pasa con este bendito asunto con el Señor X. Para estas alturas me he resignado a vivir con este tipo de limitaciones. La promiscuidad musical no es lo mío, como no lo es la promiscuidad en el amor. Lo mío es la idealización; si en algo he de destacarme, es en erigir pedestales, pero uno sólo para cada dios.

Uno de los mejores temas de la banda. Del álbum Ultra (1996-1997)

domingo, 23 de septiembre de 2012

Flesh+Blood (Los señores del acero, 1985)

Europa Occidental, 1501...



Mercenarios que trabajan para señores que les niegan la paga. La trama me resulta familiar. Tanto que podría homologarse con las prácticas del sistema económico actual. Esquema tan realista que casi fastidia verlo en una obra pensada para evadir al público de su situación fáctica. Para que yo pueda evadirme. Hace mucho tiempo que una película no me embadurnaba de crudeza, ni me salpicaba con su honestidad. Aquí no hay dragones ni magos que simbolizan la lucha eterna entre el bien y el mal. Aquí el prototipo del héroe de los mitos germánicos, marcado por un destino trágico pero consagrado a llevar a cabo grandes hazañas, es extrapolado a su opuesto exacto en donde el protagonista se vale del pensamiento mágico de sus secuaces para llevar sus acomodaticias intenciones hacia sus objetivos, siempre inmediatos: la supervivencia, la venganza y la obtención de riquezas. En Los señores del acero no hay espacio para alegorías, como sucede a menudo en la filmografía de su director, Paul Verhoeven; parecería que el holandés hubiese roto con su herencia cultural, con Sigfrido a la cabeza: su obra entera es un cántico al sobreviviente. De hecho, éste, como tantos otros trabajos del cineasta, prescinde de héroes, todos aquí buscan la conservación, se trata de ello: de no morir, de vivir el minuto, de urdir para no perder. Los señores del acero aparecen rabiosamente humanos, intentando subsistir de la forma en la que mejor se les da; sus armas son distintas (fuerza, sexo, astucia, conocimiento, oro) pero el objetivo siempre es el mismo: salvar el pellejo y si se puede, obtener un beneficio extra, de preferencia, de tipo económico.

Considerada como una película de culto por su colosal realismo, escenas sexuales rotundas –recargadas para algunos– exquisita ambientación y banda sonora, actuaciones más que convincentes –un notable  Rutger Hauer, una Jennifer Jason Leigh que nunca será más bella– y un guión que parece que, no llevando a ninguna parte, acaba narrando una historia tan memorable como cualquiera del Cantar de los Nibelungos, Los señores del acero es un trabajo que debe ser apreciado por el tratamiento poco convencional que le es dado por lo común a historias de épocas pasadas; un punto de vista despojado de todo romanticismo y nostalgia por tiempos mejores, que dota a los personajes de una humanidad privada de adornos y luchas dialécticas, que los arroja a batallar entre el caos y el sinsentido de la lucha por la perpetuación, el poder, la carne y la sangre.

Es una película difícil de encontrar, si quieren verla, éste es el momento.

Ficha técnica:
Título Original: Flesh+Blood
Año: 1985
País: Estados Unidos - España - Holanda
Dirección: Paul Verhoeven
Guión: Paul Verhoeven, Gerard Soeteman
Protagonistas: Rutger Hauer, Jennifer Jason Leigh, Tom Burlinson, Ronald Lacey.
Género: Aventura / Épico
Ficha técnica cortesía de: IMDB.com

martes, 18 de septiembre de 2012

Onironáuticas: La escritura como sueño lúcido.

Extracto del artículo publicado para la Revista Digital Argentina de Psicoanálisis y Cultura "Cita en las Diagonales".


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Me pasa en ocasiones que escribo como sueño. Verán. Durante la experiencia onírica, me encuentro capaz de controlar ciertas situaciones, personajes y escenarios, no con la pericia que desearía pero sí con bastante tenacidad. Sucede que pertenezco a un selecto grupo llamado el de los onironautas, esos seres conscientes de sus sueños y con la facultad de tomar control de ellos en cierta medida, para su plena satisfacción o frustración eterna. Son los sueños caballos que se desbocan al primer descuido, si no se les sabe dominar con diligencia, y muchas veces, no logro gobernarlos del todo. Acaba una como zozobrando en un mar bravío, a expensas de la mar, consciente de tu situación de impotencia, y sin mucho que hacer al respecto, salvo dejarse ser.

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