Desde hace aproximadamente dos semanas me he estado entrenando en el misterioso arte de no gastarme la plata en tonterías. Puedo decir con orgullo (¿?) que mi experimento ha dado un resultado más que aceptable. Todo ello reflejado en el saldo de mi cuenta de ahorros. Punto. Hasta hoy, el ser y el tener para mí no habían podido andar por la misma senda, y qué decir del hacer. ¿Hacer? ¿Qué rayos es eso? Últimamente, sin embargo, y debido a esas decisiones que uno debe tomar en la vida o caer al barranco sin remedio, me he hallado en la obligación de disponer de menos y necesitar aún en menor cantidad, lo que, paradójicamente, me ha hecho menos pobre. En consecuencia, he podido hacer varias vueltas sin necesidad de gastarme un solo centavo, aunque sí las suelas de mis zapatos caros, algo de lo que algún día me arrepentiré, seguro; aunque no será hoy.
Me he dado cuenta de que reducir las necesidades definitivamente le disminuye los costos a uno. No obstante la pérdida de libertades que ésto conlleva. Ahora puedo decir con soltura que me doy el lujo de caminar por los centros comerciales codiciando lo que sé de sobra que no puedo comprar. Antes siempre había un pretexto para tener: el creer que me lo merezco, que me lo he ganado, o que definitivamente el mundo me lo debe. Pues bien, hoy estoy consciente de que nada de lo que me decía en el pasado para mimarme con materialidades es aplicable al momento presente, y por tanto, no existe pretexto alguno para comprar. Solucionado el problema. Conclusión. Vuélvete inútil y nada te hará falta.
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