A veces resulta demasiado difícil salir
de una jaula con la puerta abierta, y más aún cuando, luego de haberla cerrado,
una se da cuenta de que, después de todo, el problema no era la puerta, ni siquiera la jaula misma, ni el ave dentro, sino su dueño (el de la jaula, claro). He estado tan acostumbrada a permanecer encerrada a la
luz del monitor, con la espalda tensada por unas obligaciones a las que podría
decir NO si quisiera (o si pudiera) que empezó a aterrorizarme la idea de una
libertad sin recursos, la libertad de ese noble caballero al que conocí, que
dependía financieramente de los demás hasta para pagarse el bus, y aún así,
sobrevivió con creces a lo que tímidamente yo denomino la sociedad. Y hasta le aprecian. Y no es noble, por cierto. Y no
me juzgo, no me culpo sino a mí por encerrarme en esta caja –porque ya es más
que una jaula– porque hay quien hace lo que se le viene en gana sin recursos y
yo, con recursos o sin ellos, me quedo aquí, frente al monitor, escribiendo,
mientras otros viven, o al menos, aparentan hacerlo. Y sí, lo sé, desde esta
esquina se ve todo más negro, por el ángulo, ustedes saben, por este plano contrapicado
en donde veo a todos más libres que yo. Libres. Dentro de sus limitaciones,
alienándose de ellas. Ojalá a mí me hubiera tocado padecer este tipo de enajenación,
pero no, a mí me fue otorgada la lucidez total, y es tanta que seguramente no durará
mucho tiempo, dada su intensidad.
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