Día 1
No sé por cuánto tiempo más podré escribir. Quizás esta bitácora se acabe en este día. Quizás la formación de nuevos hábitos no es mi fuerte. Quizás. La duda me paraliza y no me deja ser, y me pillo copiando este texto de mi archivo imaginario de escritos. De nuevo no sé cuánto tiempo más podré resistir. Pronto mi mente avanza a la vanguardia y me ordena hacer cosas que le producirán placer por el simple hecho de que las he de cumplir a cabalidad sin oponer resistencia.
El día había transcurrido sin mayores contratiempos. Abrir los ojos, casi mecánicamente a las seis y treinta de la mañana resulta un atisbo de esperanza que me indica que los buenos hábitos pueden mantenerse; después de todo, maquinalmente, casi como una autómata, y que dichos movimientos puntuales, ganarle la modorra al sueño, reconciliarme con la mañana, no están perdidos, después de todo. Al menos, no aún.
Lo siguiente que experimento luego de despertarme se puede traducir como una sensación similar a la paz que produce la ignorancia de lo inmediato, como el hombre que se halla de espaldas al inadvertido verdugo que acabará con su vida sin que él llegue a darse cuenta, de modo que jamás experimentará ni un atisbo de miedo, ni siquiera de ansiedad. Pronto, es cuestión de segundos, tan sólo, se disipa la paz, como se disipa el desconocimiento de mi destino, de mi ser y por ende, de mi deber ser. Entonces aparece él, tan puntual como el sonido que acompaña a la acción que lo produce. Casi inmediato, pero ajeno a la vez, y separado, distante; su recuerdo, o más bien dicho, su evocación trastorna gentilmente lo que me resta de cordura matutina y es entonces cuando me entrego –me entrega él, mi demonio- a la absurda contemplación de su memoria. Me imagino hablando con él, besándolo, acariciándolo, pero no es esa fantasía con fe, que -según los gnósticos- opera milagros, es esa fantasía sentimentaloide intelectual carente de la esperanza de su realización. Da igual entonces que sueñe en su retorno y mi felicidad junto a él, con que fantasee con ganar una medalla olímpica por un deporte imposible.
Así malbarato mi vida hasta las once y media de la mañana… hasta que decido algo. O él, mi demonio, me da una tregua y me induce a creer que así es. Me levanto, como algo y me baño, no sin antes maldecirme tres veces por ser tan desordenada; me visto, me disgusto lo habitual con mi cuerpo y reniego de él casi tanto como de mi mente y me largo. Regreso a las tres, casi. Y lo que haya hecho en el instante de tiempo entre la una y esta hora no importa pues se trataba de un deber ineludible y por tanto, indigno de ser considerado un triunfo personal. Puedo anotar, sin embargo, como pequeñas batallas ganadas el haber puesto en orden mi habitación, haberla barrido y desempolvado, haber hecho el arroz, y por supuesto, el haberme levantado de la cama ese día antes de transcurrida su primera mitad. El resto, las derrotas, debo decir con vergüenza que suman más, pues no lavé la ropa, ni limpié el baño del que tanto me quejo, ni leí la constitución, ni estudié, ni hice nada de real provecho a lo largo del día. Me dediqué a ver televisión, a evadirme con mi más poderosa droga –la música- y fantaseé de nuevo con su recuerdo, eché por la borda gran parte de mi día queriendo besarlo en el viento, como si fuera a materializarse; y todo ello sin contar con la gran derrota del día. Levantarme a las once y media de la mañana, habiéndome despertado recién muerto el amanecer.
Pronto habré olvidado que reingresé su número en mi agenda pues ya no será necesario llamarlo. Sé que él lo hará primero. O eso deseo –con todo mi intento- creer. Pronto acabaré mi bitácora pues se me acabaron las acciones. Puedo anotar a este ejercicio como otro triunfo personal a mi haber antes de dormir. Que sumará un deshonroso 50-50, que, no importa lo que diga mi coach, que no está nada mal, porque de hecho, es desastroso. Lo es, sí, para alguien como yo.
Foto: El Silencio que espera. Félix Revello del Toro
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