Una sensación de aquellas que te taladran
la entraña en el momento mismo en el que has recibido una epifanía directo del
aparato de televisión. Le ha sido la verdad revelada. Si continúas así, Tamara,
acabarás como el asesino en serie, ése, que hablaba poco como tú, y no se
relacionaba, como tú, y ¿sabes? Al igual que a ti, sus padres le obligaban a
participar de actividades sociales, sin tú quererlo, por supuesto, y accedías
porque de todas maneras con ellos no habría otra alternativa. Y –como te iba
diciendo– acabarás como él, disolviendo los cuerpos de tus víctimas en ácido
clorhídrico para acelerar la desintegración que sólo la podredumbre podría
delatar –con esa peste– tus ansias macabras. Por supuesto, tú no te paseabas
por los alrededores en tu bicicleta –y en plena pubertad– y te parabas a
recoger cadáveres de zorrillos y perros para alimentar tu curiosidad. Pero por
el mismo camino vas. ¿Sabes? Él nunca se casó, como tú jamás lo llegarás a
hacer. Y vivía solo, en ese pequeño apartamento diseñado para empaquetar a las
clases trabajadoras con algo de dignidad y… ambos tienen semejanzas, hasta
lucen bien, y son amables. Igual que tú, Tamara.
Igual que tú.
Siempre
pensé que iba a acabar como un mendigo pero jamás como uno de ellos. Yo lleno
el perfil y esta es la prueba definitiva de mi culpabilidad anticipada. Habrá
que quemar estas líneas, de una vez por todas.
¡Sí! Quémalas.
Así
evitaré mi culpa. Qué cerca que estoy estos días del infierno, ya hasta he
pisado la tierra más horas de las que le es permitido a alguien de mi
condición. Debo cuidarme, mis desvaríos no deberán ser evidenciados con estas
líneas. NOTA: Borrar esto también.
Casi
siento que me ato a la tierra, de nuevo. Yo no soy el árbol. Soy el ave,
maldita sea. Mis alas echan raíces, los nervios se transforman en nervaduras,
la sangre es savia, está pasando. No. Todavía puedo volar.
Aún.
Todavía no son suficientes palabras como
para haber escupido esto que siento.
No debo ver más, es mi deber depender de
mi imaginación toda la semana. No alimentarme de nadie más que de mí misma.
Debo practicar la autorreferencia.
¡Y si yo no fuera la fuente de la que se vierte
el conocimiento? ¿y si estuviera condenada a buscar –allá lejos– lo que no
encuentro? La autorreferencia, en ese caso, no tendría ningún sentido.
Siento culpa hasta de volar, de dormir,
de ver una película, de escribir, de leer. En fin, de todas mis alternativas,
de las únicas, todas.
Es como esos momentos en los que todo
está tan claro que es imposible continuar, es tanta la lucidez que te impide
encontrarle ningún sentido a cualquier actividad humana, incluida la tuya. Todo
es para mí, nada más puedo compartir.
¡Podré vivir de lo que escribo?
¡Podré vivir de lo que escribo?
Indispensable es prescindir de la lucidez, alienarse de ella, de modo que no te alcance por un
momento. Y cargarse, abarrotarse, embutirse en una maraña de información
errante que acrecentará la sensación de haber adquirido conocimiento,
cualquiera que éste sea. De la naturaleza que fuere. Para olvidar. Sí. Con ese
único propósito. Olvidar que no importa cuánto sepas, jamás te enterarás de
nada. Generarte una sensación de autosuficiencia que te haga prescindir de la
soledad y hasta de la compañía humana y no humana. Tan sólo… sola… sólo hay esa
palabra.
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